Hay lugares donde no llega la lluvia.
Y cuando llega, arrastra más barro que esperanza.
Donde el agua se mide en suspiros, y la sed es una costumbre heredada.
Donde los niños aprenden antes a sobrevivir que a leer.
Donde una fiebre alta es sentencia.
Y un cuaderno nuevo, milagro.
Aquí, en el Chaco, el calendario no marca feriados.
Las estaciones son dos: el polvo y el lodo.
Y los caminos, si existen, están hechos de huellas cansadas.
Una madre espera.
No una ambulancia.
No un doctor.
Espera que su hijo se despierte. Que respire. Que no le duela.
Pero la fiebre no sabe de espera.
Y aquí no hay medicamentos.
Ni respuestas.
Solo el sonido del monte, y una vela que se apaga.
Una abuela carga en sus ojos la historia de su pueblo.
Su rostro no pide lástima.
Pero sus pasos, sí piden caminos.
Una joven aprende a hablar de sus derechos en un idioma que no es el suyo.
Y en ese aprendizaje también hay una dignidad inmensa:
la de quien antes nunca fue escuchada, pero hoy no ha dejado de hablar y sonreír.
Los aljibes se llenan lentamente.
Y con cada gota, se llena también una esperanza que no se rinde.
Aquí no hay medios de comunicación.
No hay flashes.
No hay discursos.
Pero hay esperanza.
Viva.
Encarnada.
Clavada en la carne de los pobres.
No pedimos caridad.
Pedimos memoria.
Esto es un acto de fe.
Porque creer en el ser humano, aquí, es ya una forma de resistencia.
Y amar, sin ser vistos, es la forma más pura de la esperaza
M.N